Xalapa, Ver
A medio año de que se celebren las elecciones intermedias del sexenio de Andrés Manuel López Obrador, ya no quedan dudas de la regresión y la restauración de lo más antiguo y nocivo del régimen priista que implica el gobierno de la mal llamada “cuarta transformación”.
En poco más de dos años de gestión en el gobierno federal y varios más estatales y municipales, el lopezobradorismo en el poder ha mostrado una gigantesca incapacidad para enfrentar los problemas del México actual, aplicando recetas del pasado que, incluso en su momento, fracasaron y provocaron en buena medida el retraso del que nuestro país había buscado salir adelante más allá -y a veces a pesar de éstos- de los partidos, cuyo único interés ha sido el propio, el de sus líderes y camarillas.
Esa dinámica no ha cambiado. Así como lo hiciere el más arcaico PRI, Morena hace las veces de partido de Estado a las órdenes del presidente de la República, que aprueba cualquier cosa que se le ocurra al Ejecutivo, con una seria agravante:
se exige obediencia ciega a los designios y deseos del líder, lo que transforma al Movimiento de Regeneración Nacional en algo más parecido a una secta que a un
instituto político de un sistema democrático.
En esas circunstancias, el líder del movimiento, Andrés Manuel López Obrador, se comporta como si de un iluminado infalible se tratase. Y en función de esa creencia es que no tolera ser cuestionado y muchos menos interpelado o señalado en sus pifias y excesos. Quien lo hace es víctima de acoso personal, político, judicial y mediático, mal utilizando para ese fin a las instituciones del Estado que han sido degradadas al nivel de meros arietes y pasquines al servicio del poder, en lugar de cumplir con su función de servir a todos, todos, los ciudadanos de la
nación.
Por eso el presidente detesta a los organismos que se erigen como contrapeso del poder absoluto que busca arrogarse. Y básico e ignorante como es, la solución que encuentra para deshacerse de la “molestia” es la de su destrucción con el
pretexto ruin, pedestre y manipulador de que son muy “caros”.
Sin ambages, la semana pasada López Obrador anunció su intención de
desaparecer organismos autónomos como el Instituto Nacional de Acceso a la Información y Protección de Datos Personales (INAI), el instrumento institucional más importante con que contamos los ciudadanos mexicanos desde hace poco menos de dos décadas para vigilar y someter a escrutinio público a quienes ejercen el poder utilizando recursos provenientes de nuestros impuestos.
No debería hacer falta señalar que gracias al INAI (y a su antecedente, el IFAI) se desentrañaron tramas de corrupción en el poder público que van desde las toallas millonarias compradas en el gobierno de Vicente Fox hasta las “empresas fantasmas” de Javier Duarte, la “casa blanca” de Enrique Peña Nieto y la “estafa maestra”, por citar unos cuantos casos que se pudieron documentar gracias a la
intermediación de este organismo.
Sin embargo, también ha servido para conocer los contratos entregados por Pemex a una prima del presidente López Obrador; o la compra a sobreprecio de equipos hospitalarios para el IMSS a una empresa de un hijo de Manuel Bartlett, desvelando la verdadera naturaleza de un gobierno que en nada se distingue de
los anteriores en materia de actos de corrupción. Pero que además es
profundamente autoritario.
Y como la rendición de cuentas no forma parte del vocabulario de los autócratas populistas, se recurre a lo que mejor se les da: la simulación. ¿O alguien puede creerse que si las funciones del INAI son absorbidas por la Secretaría de la Función Pública, ésta va a hacer algo que incomode al “patrón”?
La intentona -que podría extenderse a todos los demás organismos dotados de autonomía e independencia respecto del Poder Ejecutivo federal, incluido el INE-
significaría retrasar medio siglo a México.
Precisamente, a la época en la que López Obrador empezó a hacer política en el PRI.
El peligro de una involución total del país es real.