.- El inicio de la era nuclear supuso la reclusión de millones de mujeres como ángeles del hogar en barrios residenciales. Hasta que Betty Friedan y Barbie acudieron a su rescate.
Nació, como casi todos los chistes del siglo XXI, en redes sociales, y en principio no tenía nada que ver con que el protagonista de una fuera el toro sentado de la era nuclear, Robert Oppenheimer, mientras que la estrella de la otra era la mujer objeto rubia por excelencia, Barbara Millicent Roberts.
Si Oppenheimer y Barbie estaban inicialmente enfrentadas era porque el director de la primera, Christopher Nolan, había desafiado a su propio estudio, Warner, que es el mismo de Barbie, y dicho estudio, para “vengar” la traición (Nolan se marchó a Universal) esperó a conocer la fecha de estreno del proyecto que les había “robado” para anunciar exactamente el mismo día su otro producto estrella.
Desde entonces, el duelo Barbenheimer no hizo más que crecer: parecía como si la mirada inquietante de Cillian Murphy bajo su sombrero de ala corta fuese diametralmente opuesta en todo a los ojos azules y la melena rubia de Margot Robbie.
Oppenheimer contra Barbie era el choque de dos mundos y el resumen perfecto de una de las grandes guerras culturales de nuestro tiempo: la negrura contra los colores, la muerte contra la vida, el luto contra la alegría, la intelectualidad contra la frivolidad… el hombre contra la mujer.
Sin embargo, si la rivalidad de ambos personajes funciona como una máquina de precisión no es porque sean antagónicos, sino totalmente complementarios: la cara y la cruz de una misma era, que tuvo su prólogo el día de 1939 que Einstein escribió al Presidente Roosevelt para decirle que gracias a Joliot, en Francia, y a Fermi y Szilard, en suelo estadounidense, había sido posible generar una reacción en cadena en una gran masa de uranio; y que comenzó de verdad en agosto de 1945, cuando el Enola Gay lanzó sobre Hiroshima la primera bomba atómica de la historia y el momento en el que Oppenheimer empezó a hablar públicamente de su arrepentimiento por haber creado un arma de destrucción masiva monstruosa.
Sobre las dos masacres que zanjaron la Segunda Guerra Mundial asesinando a 250.000 japoneses en dos días se construyó el imperio del consumo que el país de países sigue siendo hoy en día.
El periodista William L. Lawrence, de The New York Times, quien contó con acceso preferente al desarrollo de las bombas en los laboratorios del Manhattan Project, dirigido por Oppenheimer, pero también tuvo ocasión de ver en persona lo que su país había hecho en Nagasaki, solo contó los aspectos positivos de lo que había visto y fue quien acuñó el término que definiría la nueva era: the atomic age.
De la misma forma que la revolución industrial había bendecido la creación de electricidad con carbón, la era atómica daba la bienvenida al átomo, una fuente de energía limpia e ilimitada, que, según las previsiones de los científicos en los que el Gobierno había puesto todas sus esperanzas, pronto sería tan barata que ni habría que cobrar por ella. Y nadie podía cuestionarla: mucho menos su creador.
La euforia era tal, que a lo largo de los cincuenta, en los áticos de los hoteles de Las Vegas se celebraban fiestas con vistas a ensayos nucleares en lontananza. La nueva energía y el Plan Marshall convertirían a Estados Unidos en la primera potencia industrial del mundo y en el faro moral de todas las naciones occidentales, que debía oponerse de forma feroz al campo soviético, antítesis del sueño americano.
El país aspiraba a ser también la primera potencia militar, en un escenario en el que ahora los países se amenazaban con armas nucleares. La Guerra Fría había comenzado. La nueva América atómica tendría por molécula esencial y única la familia blanca heteronormativa y esa familia, que viviría en recoletas casas unifamiliares, repletas de electrodomésticos, estaría encabezada por el hombre, el único que a partir de ahora trabajaría fuera; la esposa volvería al rol del que nunca debería haber salido: ama de casa.
La bomba de Oppenheimer fue una conmoción para el propio Oppenheimer, a quien el McCarthysmo acusó de comunista (acusación con cierta base, que los periodistas del Pulizter en el que está inspirada la película de Nolan investigaron durante 30 años); para las mujeres que un siglo antes habían luchado por poder acceder a la universidad y en los años veinte había conseguido incorporarse a empleos de oficina a ritmo de fox trot, fue una bomba.
La ilusión se desvaneció con la Gran Depresión pero renació con la Segunda Guerra Mundial, cuando la mano de obra femenina entró en las fábricas para hacer el trabajo que los hombres en el frente ahora no podía ocupar: así fue como Rosie, la remachadora que construía bombarderos, se convirtió en un símbolo nacional. Sin embargo, al terminar la contienda, había que asegurarse de que los hombres recuperaban sus puestos de trabajo para integrarse en la nueva economía «atómica».
El sueño americano y sus argumentos familiaristas eran la excusa perfecta. Funcionó. A finales de la década de 1950 la edad media a la que las mujeres (blancas) contraían matrimonio descendió hasta los 20 años y siguió bajando todavía más. Catorce millones de muchachas (blancas) estaban prometidas a los 17 años.
La proporción de mujeres (blancas) matriculadas en colleges, en relación con la de hombres pasó del 74% de 1920 hasta el 35% de 1958. A mediados de la década de 1950, el 60% de las féminas (blancas) abandonaban el college para casarse o porque temían que un exceso de formación académica pudiera constituir un obstáculo para ellos. Los colleges, a su vez, construyeron residencias para “estudiantes casados” que ocupaban casi siempre los maridos.
Se diseñó una nueva titulación para las esposas que respondía a las siglas “Ph. T.” para que apoyaran a sus esposos mientras estudiaban. De esta manera, entre los estudiantes de los colleges se produjo un fabuloso incremento de la natalidad. Donde antes las parejas (blancas) solían tener dos hijos, ahora tenían cuatro, cinco o seis. A finales de la década de los cincuenta, quince años después de que el país hubiese usado su primera bomba nuclear, la tasa de natalidad de los Estados Unidos estaba a punto de superar la de India.
Y aquellas mujeres (blancas) que en algún momento se habían planteado estudiar una carrera ahora estaban haciendo carrera criando bebés. “Los interioristas diseñaban cocinas con murales de mosaico y pinturas originales porque la cocina volvía a ser el centro de la vida de la mujer norteamericana. Coser en casa se convirtió en una industria multimillonaria.
El ama de casa de los barrios residenciales era la imagen soñada de la joven mujer estadounidense y envidia, según se decía, de todas las mujeres del mundo. El ama de casa, liberada por la ciencia y los electrodomésticos, estaba sana, era hermosa y solo tenía que preocuparse por su marido, su familia y su hogar. Había encontrado la auténtica realización femenina. Gozaba de libertad para elegir el automóvil, la ropa, los electrodomésticos y los supermercados.
Y en los quince años posteriores a la Segunda Guerra Mundial, esta mística de la plenitud femenina se convirtió en el núcleo de la cultura norteamericana. Nadie se planteaba si las mujeres eran superiores o inferiores a sus maridos […] Si una mujer americana en 1950 y 1960 no sentía un orgasmo encerando el suelo pensaba que el problema lo tenía ella”.
Este demoledor panorama lo dibuja la madre de la segunda ola feminista, Betty Friedan, un ama de casa con estudios superiores que antes del final de la guerra se había licenciado en psicología social, había coqueteado con grupos de izquierdas y había sido periodista freelance, además de novia de David Bohm, uno de los colaboradores más célebres de Robert Oppenheimer. Ella, saliéndose a hurtadillas del rol que como mujer blanca de clase media se le tenía asignado, había empezado en 1957 a entrevistas a amas de casa de todo el país para conocer su percepción de rol que jugaban en el “sueño americano” y había encontrado una sorprendente coincidencia en todos los testimonios: un profundo malestar, una angustia de “origen inexplicable” que aquejaba a aquellas mujeres que supuestamente lo tenían todo.
Betty Friedan fue la primera en descubrir el “problema que no tiene nombre”, la angustia existencial que aquellas mujeres, atrapadas como monos en sus jaulas llenas de enchufes, llegaban a somatizar de tal forma que les salían yagas en las manos y que no era otra cosa que el deseo de ser libres y tener un papel en la sociedad que no fuese el de cuidadoras.
A las casas de las hijas de esas mujeres, dos años después de que Friedan empezase su investigación, llegó una muñeca que por primera vez en quince años no proponía a las niñas que cuidasen bebés, como hacían sus madres, sino que les ofrecía un personaje adulto sobre el que podían proyectar sus fantasías.
Como ha explicado Ruth Handler, la «creadora» de dicha muñeca (es bien sabido que Barbie es en realidad una copia de una muñeca alemana con las mismas características llamada Lili), su propósito era que, a través de la muñeca, las niñas pudieran llegar a ser todo lo que quisieran. Y eso, en una sociedad que confinaba a las mujeres a la cocina, supuso una auténtica revolución que se tradujo en 350.000 unidades vendidas el primer año. Barbie no era, desde luego, una salvadora, pero si un vehículo que traía un mensaje novedoso.
Friedan publicó el resultado de aquellas entrevistas, en un libro titulado La mística de la feminidad. Había tenido que recurrir a una editorial, porque ninguna revista había querido publicarle su trabajo: de 1945 a principios de los años sesenta, las revistas femeninas solo proporcionaban consejos para ejercer mejor su papel de amas de casa o indicaciones para cazar con más eficacia al hombre de sus sueños y La mística de la feminidad cuestionaba por primera vez el sistema de valores y el estilo de vida impuesto a las mujeres tras la posguerra.
El libro vendió un millón de copias su primer año y supuso el inicio de la segunda ola feminista, que reivindicaba el pleno acceso de las mujeres al mercado laboral pero aborrecía a las mujeres sexys. La primera edición se publicó en 1964, el mismo año en el que Kennedy restauró la reputación de Oppenheimer, quien, repudiado por la comunidad científica, se había tenido que refugiar con su mujer en las Islas Vírgenes. Nunca dejó de ser un furibundo detractor de la proliferación nuclear.
Las feminista de segunda ola odiaron a Barbie. Sesenta años después, el feminismo va por su cuarta ola, la que tiene en cuenta una visión interseccional de causas, una visión interracial y considera que las mujeres tienen derecho vestirse como bombas sexuales si les da la gana.
La Barbie de Greta Gerwig se ha estrenado en un mundo que vuelve a debatir si la energía atómica es el futuro de la humanidad justo cuando la posibilidad de una guerra nuclear ha vuelto al tablero internacional.
Fuente: El País